PALABRAS QUE CAEN SOBRE EL JARDÍN 

Por Jesús Alcaide

Las flores formaban una masa de sólida blancura bajo el cielo nublado y tranquilo. Ya eran más de la diez y la mayoría de los visitantes se habían marchado. (Yukio Mishima, Los pañales)

Nunca nieva en esta ciudad. Las temperaturas descienden, las manos se frotan, se tapan las bocas con bufandas, pero nunca nieva en esta ciudad. Pueden anunciar inviernos gélidos, amenazar con tormentas (demasiados anticiclones en los últimos meses), pronosticar el diluvio universal pero nunca he podido lanzar bolas de nieve contra las ventanas. Hisae tampoco, por eso se ha propuesto hacernos pasear por este jardín invernal.

Desde hace años vengo sosteniendo que para realmente llegar hasta el fondo de la obra de Hisae deberíamos congelar la mirada. Incluso ella misma se sorprende de que en su taller mi curiosidad me haga llevarme sus flores a la nariz, que toque la superficie salina y pétrea de sus pétalos y que casi me dé por pegarle un mordisco a alguna de esas semillas que se pierden por la mesa. El mundo occidental en el que vivimos ha hecho privilegiado el sentido de la vista frente a otros. El arte es una cosa mental como dijo aquel otro, pero más aún, además de  llegar a aprehender el arte actual como una proposición dirigida al intelecto, la obra de arte es en la poética de Hisae una manera de potenciar los sentidos y como en el título de alguna de sus piezas suspender el alma, hacer que nos alcemos unos cuantos palmos del suelo y dejarnos llevar a pasear de su mano por paisajes marinos, nevados o inventados. 

Paisajes creados de su mano, modelados y cocidos, ahora también pintados. Paisajes en los que Hisae más que recrear o reinventar una naturaleza ya existente nos ofrece las flores que han germinado en su mente y su mirada congelada. Flores que no se volverán mustias el día después de San Valentín. Flores caníbales que se romperán si alguien se decide a estrellarlas contra el suelo. Flores hurtadas de otro jardín, aquel de las Delicias que pintara El Bosco, cuyas formas orgánicas, híbridas y extravagantes han influenciado a Hisae para la creación de algunas piezas. Flores que tras la superficie rugosa y casi salina de sus pétalos esconden la amenaza de su sentido, el verdadero mensaje de la obra de Hisae, ése que llega días después, quizás meses, cuando en un momento a solas sus paisajes vuelven a tu mente. No sé si la botánica las llamaría venenosas, pero yo de momento no me he inyectado ningún antídoto. 

A pesar de que como ya dejó claro en el título de la exposición que resumía gran parte de su producción artística, la obra de Hisae se caracteriza por su perpetua metamorfosis, por esa muda de piel continúa, por su “perpetuum mutabile”, lo cierto es que la reconsideración del género del paisaje ha sido una constante que se mantiene presente en toda su trayectoria. Una seña de identidad que continúa en esta serie de piezas cerámicas y pinturas que presenta bajo el título de “Jardín silente”, título que deja constancia una vez más de las implicaciones que el trabajo artístico de Hisae tiene con la cultura oriental, ésa que ella guarda escondida en los paisajes de su memoria, oculta entre los biombos de papel que iba cambiando con su madre y las piedras de un jardín zen. Cultura oriental que Hisae ha ido tamizando entre guijarros heridos y ventanas con las que nos ha enseñado a mirar el mundo con los ojos bajo cero. Cultura oriental con la que nos ha hecho enfrentarnos a la mirada del otro, de lo diferente, sin ningún cartel publicitario del tipo Asia llega a El Corte Inglés. 

Reutilizando lo que los fundidores de bronce consideran un deshecho, la cascarilla cerámica, Hisae ha ido poniendo las semillas de un jardín que ahora ha florecido. Un jardín hecho de óxidos y barro, un jardín polinizado por los sentimientos más contradictorios, el desgarro y las caricias, los besos y las mordeduras, el silencio y el grito. 

Viendo las piezas que forman esta exposición me viene a la memoria una historia japonesa que lleva por título El jardín zen y que no me puedo resistir a reproducir. En ella un maestro zen le pide a su discípulo que limpie el jardín del monasterio. Cuando éste lo hace dejándolo impecable, el maestro no queda satisfecho, ordenándole que lo haga una segunda vez, y una tercera. Desalentado, el discípulo se queja diciéndole que “no hay nada más que poner en orden, nada que limpiar en este jardín¡ ¡Todo está hecho¡”, a lo que el maestro responde, “Falta una cosa”. Entonces el maestro sacude el árbol y algunas hojas se desprenden. “Ahora el jardín está perfecto”, concluye el maestro. 

En el jardín de Hisae ocurre lo mismo que en este jardín zen. El aspecto ordenado de lo racional permite que el intelecto haga su trabajo, mientras que el aspecto desordenado sirve de vehículo a que lo inconsciente, lo racional, el sueño y las pasiones se manifiesten. Sólo existe el orden perfecto al lado del desorden. El orden total en un jardín mataría el jardín. Por eso Hisae ha dejado que las semillas que vienen volando por el viento polinicen sus paisajes, que el sentido se vea fecundado por el sueño, que el sonido esencial del vacío resuene en todas aquellas preguntas que nos hacemos paseando por este silente jardín. 

Pero si hay algo que sorprenderá al público que visite esta exposición serán las incursiones de Hisae en el formato de la pintura, territorio en el que lleva trabajando en los últimos años, y en el que una vez más se pone de manifiesto que la técnica o el soporte utilizado no es más que una excusa para que el artista vehicule sus mensajes o sus potenciales significados, un medio a través del cual avanzar en la que ha sido la estética de gran parte del siglo pasado, la de la desaparición del objeto artístico, la de la inmaterialidad de las nuevas manifestaciones artísticas. En la obra de Hisae aún quedan los restos de esas semillas que como en el jardín de aquel monasterio japonés irán aposentándose sobre el exceso racional de gran parte de nuestro arte para devolvernos esa parte sin la cual nuestro orden no llegaría  a serlo, la de aquellas hojas caídas sobre el jardín, la que el intelecto a veces no llega a comprender. Lo que dicte el corazón, como en la canción de La Buena vida me merece una opinión muy distinguida. Lo que dicte la razón me merece otra opinión. No me fío demasiado de esa vida. 

Esta mañana he estado paseando por el jardín silente de Hisae para recoger unas cuantas palabras que caían sobre el suelo. Las frases se iban derritiendo al salir del taller. La lógica no parece soportar las altas temperaturas. Hace frío, pero sigue sin nevar en esta ciudad. Aquí os dejo lo que ha quedado al llegar a casa. 

Jesús Alcaide