MODOS DEL VIAJERO, RUTINAS DE FRONTERA, SUERTES DE LA MEMORIA

Por Ángel Luis Pérez Villén

 

Desde niño comprendí, aunque fuera vagamente, que para crecer, para formar mi identidad en un mundo no completamente escindido, tendría que franquear aquella frontera, y no sólo físicamente, merced a un visado en un pasaporte, sino sobre todo interiormente, volviendo a descubrir aquel mundo que estaba más allá de la linde e integrándolo en lo que era mi realidad.

Claudio Magris

No siempre caminamos en línea recta, a veces ni siquiera necesitamos del movimiento para trasladarnos a otro lugar. La obra de Hisae Yanase nos muestra la posibilidad de evolucionar sin renunciar a la memoria, traza círculos – que a veces son espirales – sobre la conciencia, anuda historias y tradiciones hasta diluir la extrañeza que mutuamente se profesaban, descubre atajos que conducen del presente al pasado y nos invita a frecuentarlos a través de nuestra experiencia. Esta cualidad que posee su obra se debe a la circunstancia de que su autora vive en permanente tránsito entre dos culturas, la oriental y la nuestra. Mediante su trabajo pone en evidencia la condición permeable, aunque fronteriza, que nos ha tocado vivir y hace causa común para que el mestizaje no sea un problema sino una virtud. Acostumbrada a que la diferencia sea el rasgo distintivo de la identidad, prefiere sedimentar las huellas de su origen sobre el lecho cotidiano y así perpetrar la magia espuria de la comunicación. No se trata sólo de profesar la tolerancia sino de activar la mediación e incluso el ayuntamiento de dos visiones del mundo, que en su caso convergen bajo la misma piel.

Quizá sea la naturaleza uno de los primeros ámbitos en que vinieron a confluir esas dos culturas a las que nos referimos, o quizá fuese el tránsito habitual entre esos dos mundos el que propiciara la existencia del puente que ahora los une y desde el que Hisae Yanase dibuja la línea de horizonte donde se confunden, pero lo cierto es que, sea como fuese, el paisaje en su obra rinde tributo a esta causa. Así ha sido en las series que de alguna manera remitían a algún aspecto de la naturaleza que la artista quería resaltar, ya fuesen elementos en movimiento o inertes – ríos o montañas – vegetales o minerales. Sobre ellos se advierte tanto la inmanencia y solemnidad que posee el tratamiento del paisaje en la estética japonesa, como la espiritualidad – soledad, ascesis y reflexión interior – inherente a la cultura oriental. Este referente paisajístico se halla aún presente en algunos de los trabajos expuestos, especialmente en las series Naturaleza interior y Guijarro herido.

En Naturaleza interior se produce una doble traslación, la de la interiorización del paisaje rememorado y la que se refiere a la objetualización de la escultura, como si de una ventana en cuyo interior se representase el motivo natural descontextualizado de su entorno. Por ello debemos hablar de un doble proceso en la configuración de la serie, una dualidad que sin embargo anida en el mismo ámbito metafórico, el que apunta al interior. Para llegar a éste se precisa horadar el espacio y nimbar el marco que lo cobija, así surge la ventana desde la que la artista proyecta la mirada sobre la memoria, lo que también supone un acto de introspección. Horadar y recordar son los mecanismos que Hisae Yanase pone en funcionamiento en Naturaleza interior. El espacio abierto hacia dentro que despliegan las cajas-ventanas de la serie es el contexto donde se desarrollan las escenas o paisajes – que abonan la memoria fértil de la artista. Desde ésta nos llega el eco que producen en su interior las imágenes rescatadas del olvido, la fragancia de lo táctil, la vibración de lo orgánico, la impresión de lo conciso, la levedad sonora del color, la música de lo imperecedero.

 El formato modular de Naturaleza interior se traslada a la serie Guijarro herido, si bien aquí los elementos – las cajas o ventanas – se disponen en franjas verticales hasta componer cinco oquedades. Cada una de las estelas, que suman un total de diez, ha sido unificada bajo el manto monocromo del azul añil y en los huecos se representa una rica tipología de cantos rodados. Cielo y tierra se funden en esta serie que clausura la citada oscilación de las culturas oriental y occidental : azul añil y ocre para nombrar los opuestos, blanco para depurar las diferencias y lograr el equilibrio. Azul añil y ocre en referencia a lo que permanece aún a costa de todo cambio, por súbito que éste sea y lo que quietamente se transforma erosionado por el paso del tiempo, blanco inmaculado para sellar el mestizaje. Guijarro herido, que inviste la experiencia del exilio como un hecho desgarrador del que supura condensada la memoria, representa el lecho de un río donde habitan los recuerdos – heterogéneos y flotantes – como cantos rodados.  Pese a su apariencia, ninguno es similar, se alternan las rocas con azarosas aglomeraciones de piedras más pequeñas y se armoniza la rotundidad y el exceso de volumen de aquéllas, que llegan incluso a expandirse fuera de sus límites, con la mesura y la liviandad – formal y cromática – de los pequeños guijarros suspendidos en el interior.

Las piedras y cantos rodados han sido una constante en la producción última de Hisae Yanase. Testigos mudos del devenir de la naturaleza, impasibles al ciclo del tiempo o desafiando su condición inerte para adquirir capacidad simbólica, la dureza mineral de las piedras y cantos rodados ha sido, como afirma Vicente Núñez, consustancial a la obra de nuestra artista : una dureza que ella ha sabido convertir en ternura. En un principio fueron bloques impenetrables que a pesar de su pequeña escala – “Piedra pequeña, como tú” – poseían un porte monumental y representaban la inquebrantable solidez de las convicciones, después aparecieron los guijarros del río, que tuvieron que volver a ser descontextualizados – esta vez de las cajas-ventanas – para obtener la primacía de la mirada y suspenderse anexos a pedúnculos que los hacían oscilar en el aire. Más tarde sufrieron la agresión de la escisión y mostraron su interior desdoblado, dando lugar a ”Piedra-Libro”, que engarza sus dos mitades mediante el desarrollo plegado de una historia, o ”Piedra-Papel”, que representa signos y grafías en cada uno de los planos resultantes de la división, si bien existe una variación, desempeñada por la serie Piedra-Hierro, que sin llegar a escindir las dos mitades intercala en el corazón del canto rodado unas formas que la atraviesan y que dibujan en el aire la tersa curvatura de la pasión. 

Con dichos antecedentes se nos presenta ahora Música callada, soledad sonora, una serie cuyo título es de por sí lo suficientemente abierto como para no caer en la tentación de divagar prosaicamente sobre ella. Sin embargo, no nos resistimos a leerla como una de las propuestas en las que mejor se aprecia esa torsión hacia atrás que efectúa su autora a la búsqueda de las raíces con las que se afianzó a la vida en su infancia y adolescencia. Tiene razón Vicente Núñez al advertirnos sobre otra dualidad en la obra de Hisae Yanase, al margen de la dureza-ternura comentada. Se refiere el poeta al recurso de la evocación de la infancia como prueba de su exilio interior y cómo el reencuentro con la memoria de aquellos momentos no deja de ser la vulneración de una herida restañada por el tiempo. En la superficie plana que resulta de partir en dos un guijarro – ahora concebido mediante porcelana y pasta de papel de arroz – es donde se proyecta esa experiencia interior en la que se exhibe y representa, crea y recrea, lo entrevisto en la penumbra de la vigilia. Uno de los principios zen del budismo – el del Shibumi – recomienda el ejercicio de la imaginación para recrear lo sugerido, completar lo que en origen está sólo esbozado y superar las carencias. En Música callada, soledad sonora, Hisae Yanase nos invita a imaginar lo que permanece lastrado en la memoria tras el paso del tiempo. 

Aliado de la historia, el tiempo es la materia de los sueños. Quizá la obra más lejana en el tiempo que se exhibe en la exposición sea la correspondiente a la serie Aliceres, que representa una suerte de muro cerámico a modo de mosaico. El muro como paramento en el que desplegar secuencias modulares y rastrear la huella de los afectos ha sido otro de los núcleos del trabajo de Hisae Yanase desde mediados de los 90. El proceso no es otro que el de construir añadiendo elementos serializados hasta completar una fracción de lo que podría llegar a ser un paisaje en permanente expansión (all-over), un muro interminable que recorriese las distancias entre la realidad y el deseo, una pared intercalada de insertos que hilvanan el ruido del tiempo. La referencia histórica del título de la obra es sintomática del espíritu conciliador de su autora, que no duda en recuperar la rica tradición de la cerámica andaluza para actualizar su legado. Con una absoluta economía de medios y sin necesidad de representación alguna – poniendo de relieve la pulsión dialéctica entre identidad y redundancia, analogía y multiplicidad – la artista reconstruye la piel testimonial de lo cotidiano, rotura el campo de la experiencia donde precipitan empeños, sentimientos y traiciones y cartografía el mapa primordial del destino donde bulle la especulación, se aletargan los instintos y afloran los sueños que dilatan la percepción del tiempo.

A través de la serie Restos se podían trazar las líneas de fuga que representaban la inflexión donde venían a coincidir la tradición oriental y la occidental. Esta serie ha dado lugar a Shigaraki, que designa un topónimo japonés con una tradición cerámica que se remonta al siglo XVI de nuestra era. Un lugar nimbado de un aura especial, por más que su producción haya desaparecido casi por completo y del que Hisae Yanase guarda un entrañable recuerdo. No en vano en su última visita rescató para sí fragmentos de utensilios (soportes) cerámicos con los que se procedía al vidriado definitivo de las piezas, soportes que con el uso rutinario se habían alterado hasta adquirir formas caprichosas que resultaban aún más sugerentes al fragmentarse, trozos preñados de matices y reflejos que el azar había hecho singulares. Este repertorio de cuencos vidriados a la ceniza – que lleva sobre sí el retorno al origen de su descubridora y/o autora – termina por ser ensamblado con una serie de formas circulares, cuya superficie suele estar horadada por pequeñas incisiones y vanos que representan un conjunto de símbolos que fácilmente se podrían adscribir a la cultura medieval cristiana. Shigaraki no sólo constituye la prueba irrefutable del interés de la artista por lograr el mestizaje de Oriente y Occidente, sino que también es el nudo que pretende diluir la exasperante dicotomía entre amparo y renuncia, seducción y condena, destierro y regresión.

Las formas circulares también son un lugar común en la obra de Hisae Yanase. Están ahí como testimonio de su papel fundamental en toda cultura, son las ruedas primigenias de los carros y molinos, las ruedas o discos solares con los que leer el universo, las ruedas de la fortuna y de la vida, la rueda que tritura el tiempo. Usu, que remite al término japonés que designa la molienda, es el nombre de la serie más reciente con la que la artista aborda la circularidad formal (y conceptual), dando lugar a ruedas de gran tamaño cuyo tratamiento superficial insiste en presentarlas como si de restos arqueológicos se tratase. Ruedas tatuadas con inscripciones incisas, ruedas fósiles y jadeantes ruedas pétreas, ruedas rescatadas del olvido, ruedas redimidas y ruedas holladas para siempre, ruedas surcadas por los pliegues de lo cotidiano, ruedas abiertas a la experiencia y ruedas cerradas en su vórtice, ruedas penetradas por el azar y oxidadas ruedas en penumbra, ruedas germinales y terminales ciclos de vida. Una gran rueda en cuyo torso se puede rastrear la huella erosiva del tiempo y que contiene la inscripción de un haiku  – «Silencio. La voz de las cigarras penetra las rocas» – epitomiza la acción escultórica (metafórica) de la naturaleza al dotar de forma específica al ciclo estacional. Con Usu, Hisae Yanase se presta a modelar el pensamiento, darle forma a la memoria, recomponer los trozos antes de que se pierdan para siempre y, aún a costa de saberse desplazada del círculo matriz, otorgarle un posible sentido.

Huérfanas de sentido se hallan las formas que se registran en la serie Nostalgia suspendida. Aunque no resulta difícil otorgarles una adscripción funcional que pudiese emparentarlas con cualquier tipo de contenedor doméstico – como una suerte de lavadero, almirez o comedero de animales – no es menos cierto que la relación se establecería sobre afinidades formales y conjeturas de uso. Con todo, lo que parece razonable es atribuirle un carácter testimonial a la serie, como si se tratase de representar un conjunto de restos arqueológicos de un pasado ferviente en el que bullía una floreciente objetualidad que se ha perdido en el presente. Respecto a Naturaleza interior, la mayor parte de las piezas de la serie guarda similitudes en la materialización de una oquedad en la que, a diferencia de aquélla, no se llega a perpetrar escenificación alguna, quizá con la pretensión de su autora de dejar a la imaginación de cada cual la libertad de proyectar en su seno la representación que se quiera. Desde esta perspectiva Nostalgia suspendida permanece abierta a la espera de que las posibles lecturas que pueda suscitar sedimenten – solapadas unas sobre otras – y cieguen la bilis negra de la melancolía que constituye su materia. En su interior habita el vacío, que terminará por engullir toda clase de pensamientos, acciones, imágenes y deseos de quien desee liberarse de la cárcel del cuerpo para emprender el viaje. 

Pero Nostalgia suspendida también se compone de piezas en las que no existe oquedad alguna sino una suerte de superficie regularmente quebrada como la de las antiguas tablas de lavar. Si el grupo de obras que se caracteriza por crear un espacio vacío de materia posee una espuria tonalidad fosca dominante que le otorga un cierto parentesco con lo pétreo, el conjunto de piezas que se asimila formalmente a la tabla de un lavadero combina el azul añil con el dorado, cada uno de ellos alternando las aristas. Este hecho, unido a la secuencia formal quebrada, imprime un ritmo modular a las obras que la artista ha sabido potenciar en el montaje mismo de la exposición, situándolas de manera que dicho espacio – en lugar de ser un mero contenedor – adquiera una especial connotación y se integre en la articulación de las obras, que funcionan como estelas de luz sincopada. Una luz que se desdobla entre la referencia celeste y áurea, una secuencia luminosa que comparte la aspiración mundana de la superación rutinaria y la potestad incuestionable de la deidad, una contigüidad de luces que no se nos antoja gratuita. Quizá debamos plantearnos la posibilidad de alcanzar lo que resulta inaccesible, así como  desterrar de una vez por todas los dioses mezquinos y remotos, quizá nos sea emocionalmente más rentable considerarnos responsables de nuestros anhelos sin dejar de cuestionar todo asomo de endiosamiento, traspasar las lindes que separan lo cotidiano de lo excepcional, viajar entre la utopía y la memoria, máxime si tenemos en cuenta que el pensamiento no puede tomar asiento, que el pensamiento es estar siempre de paso.