Modernidad e hibridación en el arte cordobés actual
Por Óscar Fernández López
Cultura es para la sociología “un complejo que comprende conocimiento, creencias, arte, moral, leyes, usos y otras capacidades y usanzas adquiridas por el hombre en cuanto que es miembro de una sociedad”. Mientras, la categoría de lo subcultural corresponde a una especie de acotación o subdivisión de lo anterior obedeciendo a criterios geográficos, de clase, etcétera, que no abarcaría la gran extensión territorial y de población de los grandes sistemas culturales.
Como en otras muchas facetas del conocimiento, esta distinción metodológica, pero también jerarquizante, fue asumida con relativa unanimidad en el campo de los estudios artísticos durante la primera mitad del pasado siglo XX. Ocurrió en aquellas décadas que esta idea de gran sistema cultural se erigió en un pilar básico sobre el que construir la utopía internacionalista propugnada desde las estéticas de vanguardia. De modo que, entonces, el progreso, también en las artes, se fundamentaría sobre los grandes relatos universales y sólo la cultura “elevada”, la gran cultura –justo la que sobrevolaba cualquier localismo o subdivisión-, se arrogaría la potestad de marcar los derroteros del arte de su tiempo.
No quiere ello decir que la cultura popular y su posterior transformación en la moderna cultura de masas, como tampoco otras subculturas generacionales posteriores: hippy, punk, techno, cyberpunk, manga, …, hayan estado ausentes del discurso estético moderno. Afirmar esto sería falsear una modernidad que es mucho más compleja y permeable a lo subcultural de lo que las historias oficiales del modernismo han descrito. El problema no radica en la simpleza de que lo moderno se haya alimentado sólo de la alta cultura tradicional o su desarrollo burgués; o que lo popular haya sido erradicado de la modernidad. El asunto es que “casi todas las discusiones en torno del modernismo, la vanguardia e incluso el posmodernismo, privilegian sin embargo la primera [alta cultura] a expensas de la segunda [subculturas]”.
Ocurrió, no obstante, en un lapso de tiempo relativamente breve que arrancaría en torno a los años cincuenta del siglo pasado, que la irrupción abrumadora de la cultura de masas en el arte forzó un vuelco acusado de esta dinámica. Este fenómeno se puede definir como la involución de lo artístico en los procesos de producción, reproducción y difusión de las técnicas y discursos imperantes en la sociedad de consumo: reproductibilidad técnica, simultaneidad de la recepción, empleo de lenguajes, técnicas y soportes procedentes de lo comercial, etc. Y no tardaron en emerger voces que vislumbraron tras esta nueva coyuntura un lugar para la utopía: Marshall McLuhan o Lawrence Alloway serán los nombres más citados. Fue Alloway, por ejemplo, quien organizó en 1956 This is Tomorrow, la exposición que lanzó a escena a los artistas pop británicos. Allí se propuso una especie de “revolución capitalista” que sacaría a la sociedad europea del síndrome post-bélico que sufría y derrocaría la tradicional organización estamental de la sociedad heredada de la época victoriana afectando fundamentalmente a la experiencia cotidiana y a los modos de vida.
Si en 1956 hoy era mañana, ¿qué tiempo corresponde a nuestro 2010? En otras palabras, ¿vivimos la resaca de la fiesta de la modernidad o, por el contrario, aún no la hemos realizado plenamente? Y lo que es más pertinente a este texto, ¿cómo se inscribe el arte actual realizado en Córdoba en este debate? Para responder estas espinosas cuestiones tal vez debamos retrotraernos, de nuevo, a la propia pregunta por la modernidad, como han hecho la última Documenta de Kassel o la Trienal de la Tate Modern. Desde allí se ha resucitado un debate en torno a la modernidad al que, desde aquí, quisiéramos unirnos con vistas a describir su posible aplicación a un marco mucho más local y periférico como el del arte en Córdoba. Las posiciones de este affaire son diversas pero coinciden en una cuestión fundamental: los principios heredados de la modernidad sobreviven en un tiempo que ya no es el suyo como formas tan atractivas como, en ocasiones, desactivadas.
Este diagnóstico tiene una primera consecuencia y es que, a pesar de que los lenguajes del arte actual perpetúan cierta gramática que se gestó en las décadas radicales de la vanguardia, no podemos mantener los modelos de entonces para explicarlos. Es decir, aunque las formas de comunicar no hayan traspasado los límites de lo moderno, las actitudes y el contexto donde estas surgen ya no le pertenecen. Son el resultado de otro momento en que precisamente la facilidad para mirar al pasado sin complejos y para hibridar unos referentes con otros marcan el tono general.
De este modo, no es posible comprender la obra de José María García Parody o de Francisco Salido, si no es trazando un puente entre sus fuentes de inspiración –que arrancan, entre otras, en la abstracción constructivista, en la color field painting y en la tradición de la poesía visual- y el aire desprejuiciado con que estos artistas ejercen su interpretación de dichas fuentes. La gran división que se trazaba en el siglo XX entre la referencia culta y la popular aparece desmontada en la obra de Salido y de Parody, de manera que éstos se permiten articular sus ideas desde una perspectiva nueva. Parody, por ejemplo, mezclar la ilustración, la poesía experimental y la pintura moderna en una fórmula compleja y, a la vez, elemental. Su obra esta llena de juegos literarios que ponen en juego una sucesión de lecturas superpuestas e irónicas.
También Francisco Salido trabaja superponiendo capas y sentidos, aunque su objetivo final es bien distinto. En su pintura la coexistencia de lenguajes, que se organiza principalmente en torno a la abstracción geométrica y la palabra pintada, no desemboca en el guiño conceptual. Sus conquistas se deciden, más bien, en la propia pintura. De hecho, Salido maneja el color y organiza con rigor la arquitectura del cuadro en busca de efectos más visuales que tienen que ver con el contraste entre la calidez del pigmento y la dureza del material. También el encuentro de la profundidad y la carga emocional de los textos que maneja con la seducción formal de la propia pintura constituye un camino a explorar por él.
El concepto de hibridación, que a partir de ensayos como el de Néstor García Canclini se han convertido en clave para el diagnóstico de nuestro tiempo ultra-moderno, aparece también en la obra de muchos artistas de esta exposición. El concepto procede de un campo de análisis mucho más amplio que el de las artes visuales, pero se muestra especialmente útil a estas por cuanto que es capaz de abarcarlas en todos sus sentidos. Y es que aparece tanto en la definición del estatuto del artista de nuestro tiempo, cuanto en el conjunto de asuntos de los que el creador se ocupa, e incluso en el modo en que éste entiende la formalización de su trabajo. Tomemos, por ejemplo, las piezas de Javier Flores o de José Luís Muñoz, a pesar de las evidentes diferencias que muestran entre sí, como episodios de este proceso de hibridación en arte.
El primero realiza un trabajo ambicioso, lleno de referencias filosóficas y dotado de una gravedad poco habitual. Estas intenciones se condensan a través de una obra heterogénea que combina lo efímero y lo duradero, la performance y la escultura, la dureza material y la investigación intelectual. El segundo, por su parte, se expresa habitualmente a través de un medio único, el dibujo y la pintura, y es en la creación de sus temas donde muestra un amplio abanico de referencias que van de la novela ilustrada a la pintura italiana pasando por el universo mitológico. Uno y otro, sin embargo, se caracterizan por obtener un resultado inédito a partir de la multitud de recursos de que se sirven. Desde luego, esta no es una idea nueva, pues nunca la historia del arte se ha nutrido de un sólo asunto ni ha logrado –a pesar de las muchas tentativas en este sentido- configurar un discurso unitario y clausurado.
Lo que queremos decir es que este trabajo es híbrido en tanto que no es imitativo ni reproduce referencias ajenas. La condición de lo híbrido insiste precisamente en esta cuestión: su entidad es otra, es como un producto C que brota de la mezcla de A + B. Sin perder la consistencia de los influjos que la alimentan, de hecho en la obra de Muñoz estos son de lo más evidente, la producción artística de uno y otro sobrevuela el puro homenaje para generar un imaginario nuevo y rabiosamente personal.
Si de imaginarios personales se trata, sin duda hemos de referirnos ahora al trabajo de Nieves Galiot, Cristina Cañamero o Pilar Molinos. Las tres artistas interpretan con gran atino la que es una de las grandes lecciones del arte de hoy: la reintroducción de lo subjetivo en el trabajo del artista constituye uno de sus más revolucionarios frentes de acción. Desde luego, por subjetivo no se entiende aquí lo visceral, el yo trascendente ni el genio interior. Nada de eso. Lo subjetivo es lo particular, el hablar desde lo próximo y sobre lo que está más cerca. Lo que prima aquí es justamente la escala de lo micro como respuesta oportuna al exceso de relatos totalizadores y hegemónicos que oscurecen la riqueza de esos infinitos universos personales.
Galiot utiliza esta escala con un talento aplastante. Sabe manejarla como nadie, apropiándose de la sutileza y la aparente inocencia de sus repertorios para hablar de temas de mucho mayor calado. De modo que su relato de lo cercano se convierte en el mayor de los amplificadores para hacer oír una serie de problemáticas en torno a la relaciones humanas y a cuestiones de género. Cañamero, por su parte, desarrolla un trabajo mucho más pictórico que se basa también en modelos cercanos para construir un imaginario lleno de fantasía. Éste recuerda al mundo de los relatos infantiles, pero aparece impregnado de cierta oscuridad y de un aire de misterio. Lo que la convierte en una artista más inquietante, y menos amable. Es decir, más interesante.
El fascinante trabajo del joven artista Marcel Bohumil pulsa también alguna de estas cuestiones. Sobre todo las referidas a cuestiones de escala, de aire desafectado y de apariencia de familiaridad. Sin embargo, no se deja penetrar tanto de lo subjetivo. Abre así un campo, de nuevo mestizo, donde es la resolución formal de la propia obra y las cuestiones de estilo la que se hace híbrida. Este campo ha sido trabajado con profundidad también por Jacinto Lara, Hisae Yanase, Juanjo Caro o Antonio González. Y aparece igualmente en Rafael Navarro, aunque ha de reconocerse que en este último caso lo que se persigue, en cierto sentido, es la negación de esa condición fragmentaria de que hablamos.
Tratemos de explicar esto último con algo más de detenimiento: mientras la obra de Yanase o Lara se deja seducir, hasta sus últimas consecuencias, por la naturaleza heteróclita y múltiple del saber, de la experiencia del ser y de la cultura, la obra de Rafael Navarro rechaza esta ausencia aparente de centro y se empeña en lograr una pintura intensiva, concentrada en sí misma y no en lo que la rodea. Sin concesiones, la abstracción expresionista de Navarro aparece aquí como representante de aquellos que, como Jürgen Habermas, pretenden retomar el impulso de una modernidad, la del siglo XX, que entienden aún está preñada de posibilidades. Frente a la “otra” lógica y los esquemas alternativos que Yanase, Lara o González traen de Oriente o de Latinoamérica, Navarro pugna por mantener el paso fuerte de la modernidad que triunfó en Europa y Estados Unidos durante la década de 1950.
Ahora que ya abandonamos aquella época de guerra fría, y por más que Huntington vuelva a hablar -con bastante irresponsabilidad, por cierto- de choque de civilizaciones, parece oportuno replantear estas cuestiones como único modo de entender la modernidad un tanto histérica que nos toca vivir. Para ello quisiéramos apuntar aquí tan sólo una conclusión: sin negar la naturaleza conflictiva de los cruces de culturas -de ella no se sustraen los más finos analistas de estos fenómenos como Todorov, Appadurai o Bhabha, hemos de rechazar toda interpretación que identifique este conflicto como un valor negativo en sí mismo. Para demostrar esto, resulta realmente apropiada la pintura de Hashim Cabrera, ya que en ella aparecen representadas esa dualidad, esa condición insoluble de la coexistencia de diferentes, sin que ello represente un acabarse de los mismos. Y es que, precisamente, lo que da vida a su obra es el modo en que cada uno de los elementos que toma se ponen a circular en un espacio común sin renunciar a su propia naturaleza. De esta manera la tradición islámica y la pintura hard edge norteamericana habitan y dan sentido a la misma pintura, sin ceder un ápice de su naturaleza y sus significados.