M I R A N D O   A   T R A V E S   D E L   M U R O

      

Por Ángel Luis Pérez Villén

 

 

                                     La belleza no está en la                                        forma exterior, sino en el                                       significado que expresa.

                                     Suzuki Daisetsu

            Prometo no volver a insistir en la defensa de la concepción escultórica y a veces pictórica de las obras cerámicas de Hisae Yanase. Parece como si de tanta defensa numantina se dejara traslucir la necesidad de arropar y auspiciar un trabajo que por sí mismo no llegara a conseguir la consideración que para nosotros goza, es decir la autonomía artística y por tanto la superación del carácter artesanal que históricamente ha compartido con otras artes aplicadas o suntuarias. Por esta razón no voy a utilizar argumentos que pudieran volverse en contra, aún más teniendo en cuenta que lo que otorga la cualidad artística a una obra, lo que añade ese aura especial al objeto y lo transforma en artefacto, no son los procedimientos empleados en su materialización, no son  – como nos han venido demostrando las sucesivas crisis disciplinares a lo largo de la presente centuria –  las artes empleadas en su manejo, sino la capacidad de aquél para disociarse de su proceso constitutivo y aspirar a significar y a nombrar lo que desde el lenguaje nos está vedado. 

            Definitivamente la cerámica, como cualquier otro procedimiento que se instaure en la creación plástica, debe más a las intenciones del autor y lógicamente a las consecuencias que dichos intereses sean capaces de fraguar, que a los dispositivos utilizados para hacer emanar y trasladar a la obra esa idea que vive dentro del artista. En este sentido, creo que resulta más acertado ceñirse a los casos particulares y desde esta tesitura nos parece improbable que alguien pudiera cuestionar la identidad artística que caracteriza la obra de Hisae Yanase. Esta, como sabemos, está empeñada en dar forma a sus ideas, en trasladar al objeto artístico la contingencia de la condición humana, pero también su ascesis visionaria, y permanece apartada de cualquier atisbo de servidumbre o compromiso que venga a empañar la empresa que se ha propuesto, que no es otra que la de plantearse la cerámica no como un fin al que se pretende llegar, sino como un medio que viene a facilitar la expresión de una determinada estética, en su caso la que preside su dilatada trayectoria.

            A nadie se le oculta que una persona que haya pasado parte de su vida en un ambiente determinado  – en especial la niñez y la adolescencia que son las que más marcan – , logre desembarazarse en la madurez de las huellas que en su pasado han quedado escritas. Hisae Yanase arriba a España desde Japón con un patrón antropológico y cultural elaborado y es impensable que dichas referencias orientales no compartan con las adquiridas en Córdoba el peso de su estética. Esta suposición se confirma en la práctica con el análisis de su obra, vinculada desde siempre a una relectura del paisaje desde diversos frentes, y siendo esta aproximación a la naturaleza una de las constantes de la estética japonesa. Para ésta el paisaje lo es todo, el contexto en el que se integra la vivienda, la metáfora del ruido del tiempo, microcosmos del universo, referente espiritual, espejo del alma… Por ello no es de extrañar que la inmanencia del paisaje, la solemnidad de los espacios abiertos y la expresión de los fenómenos naturales y los accidentes orográficos e hidrográficos hayan sido un lugar común en la obra de nuestra artista.

            Esta visión de la naturaleza parece ahora posarse sobre algunos de sus elementos más humildes, creándose una especie de descontextualización que los hace si cabe aún más misteriosos y que los dota de una plusvalía que nos remite a la filosofía zen del budismo, en particular al Sabi, que es una cualidad de la soledad y la ausencia que favorece el enriquecimiento espiritual. Pues bien, la Columna de Hisae Yanase que asciende pertrechada de metáforas de elementos naturales, ya sean vegetales o minerales, así como las Piedras, tanto si nos referimos a las que pudiéramos confundir con las que nos topamos en cualquiera de los caminos que trazan nuestra sierra, como aquellas otras que parecen cantos rodados y por tanto extraidas del cauce de un rio, son imágenes derivadas de una mirada sobre el entorno, pero buscando en éste las huellas de una impresión oriental. 

            Al ser estas últimas una creación formal y no una simple traslación y reconversión al contexto artístico, difieren de las esculturas de Richard Long, que en este sentido introducen un paisaje dentro de otro, y también se distancian de los non site de Robert Smithson, respecto de los cuales suponen un tour de force al reduplicar el efecto de naturaleza muerta por referirse a un ideal en extinción. Ya hemos hablado del interés paisajístico que reviste la obra de Hisae Yanase, pero hay que matizar que este enfoque abierto del campo de representación tiene sus límites reales, que fijan la escena en una serie de elementos con los que se compone el motivo. Aún más abierto es el tema del muro  – otro lugar común en la trayectoria de nuestra artista –  ya que se da un proceso de serialización que hace que un módulo, con evidentes diferencias de uno a otro en cuanto a su acabado formal y cromático, se despliegue en el espacio como si de una obra all-over se tratase. 

            De nuevo nos viene a la memoria otro de los principios zen del budismo, el del Wabi, que designa como

imprescindibles la pobreza y la simplicidad para alcanzar la pureza de espíritu. Con una absoluta economía de medios en lo que se refiere a los dispositivos de representación y haciendo uso exclusivo de elementos modulares, se nos presenta el mapa primordial, el muro de la existencia, por el que dejar deambular nuestros pensamientos, deseos y recuerdos. Respetando un formato cuadrado y en cuatro versiones diferentes, estos trabajos representan hasta el momento la culminación de una serie de obras que tratan sobre la modulación del espacio y que se situan en uno de los centros de debate de la actualidad artística, como es la dialéctica entre identidad y redundancia, analogía y multiplicidad. 

            Sin embargo, al reparar en que estos muros-piedras están cerrados, debemos matizar la idea de una obra que pudiese seguir su curso natural  – no compositivo –  en el espacio y resituarlos en la contingencia de lo cotidiano. A esta idea contribuye además el hecho de que en ellos hallamos referencias a cuestiones que pesan sobremanera entre los mortales : el paso del tiempo, las huellas de la memoria y la historia de sus ancestros. También compuestos de numerosos elementos están esa suerte de muros-ventanas, uno integrado por 15 cajas blancas y el otro por 50 negras, que funcionan como caleidoscopios de múltiples paisajes interiores, o como microcosmos en los que se precipitan ansiosas las miradas. Allí dentro o detrás del muro se perciben fragmentos de naturaleza que nos recuerdan los lechos de un rio, el perfil de un horizonte, el recogimiento de un jardín interior nimbado por el ascetismo, la piel escamada de un muro de pizarras… El efecto de solapamiento parcial, de ocultación de la representación o de paisaje incompleto remite al tercer principio zen del budismo, el del Shibumi, por lo que la imaginación del público deberá coronar el sentido de lo no apreciado visualmente.